Destinos de un Trotarríos, apuntes a pie de río.

Destinos de un Trotarríos, apuntes a pie de río.

domingo, 30 de diciembre de 2012



¿Qué piensa la ardilla?

Un día más correteando por el suelo buscando algo que llevarme a la boca. Acostumbrada a hacerlo por las alturas y comer sabrosos piñones a diario sentada en una gruesa rama, he vuelto a acabar en esta negra piedra, tiznada, sucia y cansada sin encontrar bocado. Un día más..., pensativa sin encontrar respuesta a tantas preguntas sobre lo qué ha pasado una vez más en mi casa del bosque.

Este verano ha sido muy caluroso y seco, tanto que algunas de mis compañeras del pinar se trasladaron a las sierras del norte, más frescas que estas ya próximas al mar o a las de las riberas del río. Se veía venir y ha ocurrido lo que nos temíamos. Ahora, contemplando la negra desolación dejada tras el incendio de hace unos días me pregunto tantas cosas que mi pobre pensamiento no da a basto para encontrar respuestas coherentes a lo ocurrido.

Ya a principios del verano vimos próximo el fuego de Andilla y temimos lo peor. Hasta aquí llegaron ardillas amigas huyendo de las llamas y del humo abrasador. Llegaron exhaustas y aquí encontraron compañía y árboles todavía verdes en los que resguardarse del sol y encontrar piñones, semillas y frutas con la que alimentarse. Pero como sus montes de nacimiento, estos de acogida también estaban condenados a morir abrasados.

Pese a la falta de vegetación hoy me cuesta correr por estos montes desolados. Tiznada y todavía asustada, corro sin rumbo echando en falta los troncos por los que trepar y las ramas por las que saltar.

Pero... ¿Qué ha pasado para que esto haya sucedido? ¿De verdad solamente el hecho de que haya sido un verano seco ha bastado para acabar con tanta vida en tan poco tiempo? Me cuesta creerlo.

Todos los pobladores del bosque no hemos sido capaces nunca de provocar un incendio pese a vivir en él. Quizás haya sido esa la clave, "vivir en el bosque", lo que nos ha ayudado a comprender su importancia y lo necesario que es, no sólo para nosotras, sino para todo lo que depende de él: el río, las fuentes, eso que los humanos llaman clima y que tanto quebradero de cabeza les produce al pensar en lo que ellos llaman "cambio climático" y nosotras no acertamos a comprender. ¡Cuánta incongruencia encierran en sus cabezas estos creídos superdotados de dos patas!

El fuego siempre ha sido un elemento purificador. Desde pequeña hemos aprendido de nuestros padres, y estos a su vez de los suyos, que el fuego proveniente del cielo servía para hacer rebrotar el monte cuando este, sucio y agotado por el paso del tiempo, necesitaba ser limpiado y abonado; y nada mejor para ello que el fuego y sus propias cenizas. Pero esto que antes pasaba cada cientos de años, pasa ahora varias veces en pocos años, y si lo breve es bueno el exceso acaba matándolo todo.

Muchas veces mis padres me contaron que mis abuelos ya conocieron el horror del fuego en este mismo lugar de jóvenes. A duras penas aguantaron y pudieron sobrevivir en los pocos árboles que, por capricho del fuego y del viento, quedaron en pie. Luego, las semillas que el mismo fuego hizo caer al suelo germinaron con las lluvias de otoño que, gracias a que en esa ocasión no fueron torrenciales, aportaron humedad. Así brotaron tallos que fueron bien recibidos por todos: perdices, conejos, liebres, tejones...; y que al crecer y volver a dar frutos hicieron volver al resto de nuestros vecinos: zorros, jinetas, comadrejas, garduñas y hasta el aprovechado jabalí.

Ahora la cosa puede ser muy distinta. ¿Qué piñones han podido caer al suelo si los pinos todavía eran pequeños para producir piñas y los grandes eran escasos? ¿Qué porvenir le espera a la tierra si llegan las lluvias y estas son torrenciales? No nos queda nada más que aguantar y que el tiempo dé respuesta a tanta pregunta.

Incluso temo que al no tener donde sujetarse alguna de las piedras que ruedan estos días por las fuertes pendientes de la montaña, acaben conmigo o con alguna de mis compañeras. Hasta nos cuesta encontrar un charco con agua que no tenga sabor a ceniza para beber.

Desde lo alto de los árboles, y oculta por la frondosidad de las ramas, he sido testigo de cómo los humanos incendian el monte. Alguna vez los he visto tirar al suelo una pequeña cosa blanca encendida con la que tiran humo por la boca; otras, dejando escondidas cosas que no llego a conocer, pero que pasado un tiempo producen fuego por varios lugares a la vez aumentando así su poder de destrucción. ¿No se dan cuenta? ¿Lo harán adrede?... ¿Cuándo una ardilla, un conejo o una comadreja han sido sus propios verdugos? En cambio el hombre lo es de sí mismo.

¿Qué tendrá que pasar para que el humano se de cuenta de su avaricia y ponga remedio a tanto error? Creo que si ese día no llega pronto no tardará mucho en ser demasiado tarde y nada podrá hacerse entonces. Ellos, dentro de su ignorancia producida en parte por no vivir aquí como nosotras, piensan que sus madrigueras son mejores que las nuestras y que dependen de sí mismas; pero, no se dan cuenta de que todos dependemos de todos, y que nadie por si sólo tiene capacidad de determinación sobre los demás. ¿Qué sería pues del aire sin los árboles? Nadie me lo ha dicho, pero lo he aprendido por sí sola. Ahora, respirando el aire espeso y con olor a carbón, echo en falta el aire fresco que corre entre las hojas de los chopos y fresnos en verano. ¿Qué agua podrán beber si las del río arrastran aun cenizas y la de las fuentes saben a madera quemada? ¿Qué herencia dejarán a sus hijos al privarlos de conocer estos montes que antaño fueron frondosos vergeles? ¿Cuándo se darán cuenta de que el monte de hoy poco tiene que ver con el que conocieron mis antepasadas, que según tengo entendido podían recorrer cientos de kilómetros sin descender de la copa de los árboles?

El humano se ha encargado de modificar el bosque. Ha eliminado competidores que cumplían un papel de conservación y equilibrio. Ya no están viejos vecinos como el lobo, el lince o el oso, pues competían con él por el alimento; ni el ciervo, el corzo o la cabra montés por la avaricia en cazarlos para comer. Todos contribuían en mantener el bosque puro. Unos alimentándose de sus frutos, y otros haciendo que los anteriores no aumentasen y acabasen con la comida. Hera la ley del bosque. Una ley que venía impuesta y marcada por lo natural y que el humano no ha llegado a entender y viene incumpliendo desde hace ya mucho tiempo. Me resisto a creer que el humano la ignora, pero de siempre le ha costado asumirla y respetarla.

Tampoco entiendo como a veces pueda el humano originar un fuego y él mismo exponer su vida en apagarlo. En este incendio peligraron sus madrigueras, muchos tuvieron que irse para no perecer por el fuego y el humo. Incluso me he enterado de que en otros lugares han muerto carbonizados o asfixiados. ¿Cómo un mismo ser puede esconder dos formas tan distintas de actuar? Me cuesta entenderlo... Debo ser muy ignorante.

Contemplando hoy estos montes, hoy negros y desiertos, llego al convencimiento de que debe ser el propio humano el que ponga algo de su parte en remediar todo esto. Si el humano se diese cuenta de que él también forma parte de "lo natural", en vez de empeñarse en considerarse un ser superior, posiblemente estuviese dando el primer paso para remediar esto y reconducir la situación. Tendrá que ser él, pues nosotras y nuestros vecinos solos no podemos ya hacer mucho más, quién haga que estos montes vuelvan a ser verdes y frondosos, que las aguas de los ríos sean puras y cristalinas. El agua llama al agua, y el verde la hace llegar. Es la ley natural, esa que todas nosotras conocemos y el humano ignora.

A veces, escondida entre las hojas y ramas, he oído al humano hablar de cosas raras: recalificaciones, intereses urbanísticos... Cosas que no entiendo pero que mucho me temo tienen que ver con todo este desastre. ¿Podrá tener el humano un solo motivo para quemar el bosque? Aunque me cueste creerlo llego a pensar que sí. ¿A tanto lleva su avaricia?

Texto y foto: Roberto Coll Alcalde
Chulilla, 30 de diciembre de 2012