¿Qué
piensa la ardilla?
Un día más correteando por el suelo buscando algo que
llevarme a la boca. Acostumbrada a hacerlo por las alturas y comer sabrosos
piñones a diario sentada en una gruesa rama, he vuelto a acabar en esta negra
piedra, tiznada, sucia y cansada sin encontrar bocado. Un día más..., pensativa
sin encontrar respuesta a tantas preguntas sobre lo qué ha pasado una vez más
en mi casa del bosque.
Este verano ha sido muy caluroso y seco, tanto que algunas de
mis compañeras del pinar se trasladaron a las sierras del norte, más frescas
que estas ya próximas al mar o a las de las riberas del río. Se veía venir y ha
ocurrido lo que nos temíamos. Ahora, contemplando la negra desolación dejada
tras el incendio de hace unos días me pregunto tantas cosas que mi pobre
pensamiento no da a basto para encontrar respuestas coherentes a lo ocurrido.
Ya a principios del verano vimos próximo el fuego de Andilla
y temimos lo peor. Hasta aquí llegaron ardillas amigas huyendo de las llamas y
del humo abrasador. Llegaron exhaustas y aquí encontraron compañía y árboles
todavía verdes en los que resguardarse del sol y encontrar piñones, semillas y
frutas con la que alimentarse. Pero como sus montes de nacimiento, estos de
acogida también estaban condenados a morir abrasados.
Pese a la falta de vegetación hoy me cuesta correr por estos
montes desolados. Tiznada y todavía asustada, corro sin rumbo echando en falta
los troncos por los que trepar y las ramas por las que saltar.
Pero... ¿Qué ha pasado para que esto haya sucedido? ¿De
verdad solamente el hecho de que haya sido un verano seco ha bastado para
acabar con tanta vida en tan poco tiempo? Me cuesta creerlo.
Todos los pobladores del bosque no hemos sido capaces nunca
de provocar un incendio pese a vivir en él. Quizás haya sido esa la clave,
"vivir en el bosque", lo que nos ha ayudado a comprender su
importancia y lo necesario que es, no sólo para nosotras, sino para todo lo que
depende de él: el río, las fuentes, eso que los humanos llaman clima y que
tanto quebradero de cabeza les produce al pensar en lo que ellos llaman
"cambio climático" y nosotras no acertamos a comprender. ¡Cuánta
incongruencia encierran en sus cabezas estos creídos superdotados de dos patas!
El fuego siempre ha sido un elemento purificador. Desde
pequeña hemos aprendido de nuestros padres, y estos a su vez de los suyos, que
el fuego proveniente del cielo servía para hacer rebrotar el monte cuando este,
sucio y agotado por el paso del tiempo, necesitaba ser limpiado y abonado; y
nada mejor para ello que el fuego y sus propias cenizas. Pero esto que antes
pasaba cada cientos de años, pasa ahora varias veces en pocos años, y si lo
breve es bueno el exceso acaba matándolo todo.
Muchas veces mis padres me contaron que mis abuelos ya
conocieron el horror del fuego en este mismo lugar de jóvenes. A duras penas
aguantaron y pudieron sobrevivir en los pocos árboles que, por capricho del
fuego y del viento, quedaron en pie. Luego, las semillas que el mismo fuego
hizo caer al suelo germinaron con las lluvias de otoño que, gracias a que en
esa ocasión no fueron torrenciales, aportaron humedad. Así brotaron tallos que
fueron bien recibidos por todos: perdices, conejos, liebres, tejones...; y que
al crecer y volver a dar frutos hicieron volver al resto de nuestros vecinos:
zorros, jinetas, comadrejas, garduñas y hasta el aprovechado jabalí.
Ahora la cosa puede ser muy distinta. ¿Qué piñones han podido
caer al suelo si los pinos todavía eran pequeños para producir piñas y los
grandes eran escasos? ¿Qué porvenir le espera a la tierra si llegan las lluvias
y estas son torrenciales? No nos queda nada más que aguantar y que el tiempo dé
respuesta a tanta pregunta.
Incluso temo que al no tener donde sujetarse alguna de las
piedras que ruedan estos días por las fuertes pendientes de la montaña, acaben
conmigo o con alguna de mis compañeras. Hasta nos cuesta encontrar un charco
con agua que no tenga sabor a ceniza para beber.
Desde lo alto de los árboles, y oculta por la frondosidad de
las ramas, he sido testigo de cómo los humanos incendian el monte. Alguna vez
los he visto tirar al suelo una pequeña cosa blanca encendida con la que tiran
humo por la boca; otras, dejando escondidas cosas que no llego a conocer, pero
que pasado un tiempo producen fuego por varios lugares a la vez aumentando así
su poder de destrucción. ¿No se dan cuenta? ¿Lo harán adrede?... ¿Cuándo una
ardilla, un conejo o una comadreja han sido sus propios verdugos? En cambio el
hombre lo es de sí mismo.
¿Qué tendrá que pasar para que el humano se de cuenta de su
avaricia y ponga remedio a tanto error? Creo que si ese día no llega pronto no
tardará mucho en ser demasiado tarde y nada podrá hacerse entonces. Ellos,
dentro de su ignorancia producida en parte por no vivir aquí como nosotras,
piensan que sus madrigueras son mejores que las nuestras y que dependen de sí
mismas; pero, no se dan cuenta de que todos dependemos de todos, y que nadie
por si sólo tiene capacidad de determinación sobre los demás. ¿Qué sería pues
del aire sin los árboles? Nadie me lo ha dicho, pero lo he aprendido por sí
sola. Ahora, respirando el aire espeso y con olor a carbón, echo en falta el
aire fresco que corre entre las hojas de los chopos y fresnos en verano. ¿Qué
agua podrán beber si las del río arrastran aun cenizas y la de las fuentes
saben a madera quemada? ¿Qué herencia dejarán a sus hijos al privarlos de
conocer estos montes que antaño fueron frondosos vergeles? ¿Cuándo se darán
cuenta de que el monte de hoy poco tiene que ver con el que conocieron mis
antepasadas, que según tengo entendido podían recorrer cientos de kilómetros
sin descender de la copa de los árboles?
El humano se ha encargado de modificar el bosque. Ha
eliminado competidores que cumplían un papel de conservación y equilibrio. Ya
no están viejos vecinos como el lobo, el lince o el oso, pues competían con él
por el alimento; ni el ciervo, el corzo o la cabra montés por la avaricia en
cazarlos para comer. Todos contribuían en mantener el bosque puro. Unos
alimentándose de sus frutos, y otros haciendo que los anteriores no aumentasen
y acabasen con la comida. Hera la ley del bosque. Una ley que venía impuesta y
marcada por lo natural y que el humano no ha llegado a entender y viene
incumpliendo desde hace ya mucho tiempo. Me resisto a creer que el humano la ignora,
pero de siempre le ha costado asumirla y respetarla.
Tampoco entiendo como a veces pueda el humano originar un
fuego y él mismo exponer su vida en apagarlo. En este incendio peligraron sus madrigueras,
muchos tuvieron que irse para no perecer por el fuego y el humo. Incluso me he
enterado de que en otros lugares han muerto carbonizados o asfixiados. ¿Cómo un
mismo ser puede esconder dos formas tan distintas de actuar? Me cuesta
entenderlo... Debo ser muy ignorante.
Contemplando hoy estos montes, hoy negros y desiertos, llego
al convencimiento de que debe ser el propio humano el que ponga algo de su
parte en remediar todo esto. Si el humano se diese cuenta de que él también
forma parte de "lo natural", en vez de empeñarse en considerarse un
ser superior, posiblemente estuviese dando el primer paso para remediar esto y
reconducir la situación. Tendrá que ser él, pues nosotras y nuestros vecinos
solos no podemos ya hacer mucho más, quién haga que estos montes vuelvan a ser
verdes y frondosos, que las aguas de los ríos sean puras y cristalinas. El agua
llama al agua, y el verde la hace llegar. Es la ley natural, esa que todas
nosotras conocemos y el humano ignora.
A veces, escondida entre las hojas y ramas, he oído al humano
hablar de cosas raras: recalificaciones, intereses urbanísticos... Cosas que no
entiendo pero que mucho me temo tienen que ver con todo este desastre. ¿Podrá
tener el humano un solo motivo para quemar el bosque? Aunque me cueste creerlo
llego a pensar que sí. ¿A tanto lleva su avaricia?
Texto y foto: Roberto Coll Alcalde
Chulilla, 30 de diciembre de 2012
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